Una cosquilla corroía al niño Julio. Ese día era distinto. El despertar en su casa de Banfield, Rodríguez Peña 585, tenía un aire primaveral a finales de un invierno que lo tuvo entre heladas y lecturas. Sus libros, sus cuentos.
Imaginación que ya saltaba como en una rayuela de idea en idea y buscaba el cielo.
«La pelea del siglo», anunciaban los diarios. El argentino Luis Ángel Firpo y el estadounidense Jack Dempsey. Frente a frente. La patria misma jugándose en duelo en el Norte del continente. Era promesa de sufrir y, tal vez, gozar.
Aquel niño miró ese receptor de la casa y soñó con que de allí saldrían las voces de una victoria épica y heroica de ese boxeador tozudo, del que más tarde escribiría algún recuerdo que aún no había vivido. Miró el techo de la casa con ilusión inspiradora. Soñó. Y abrazó esa caja de sonidos casi tanto como a las páginas de aventura en las que, cada noche, ingresaba para indigestarse de acción y de coraje.
«Yo tenía nueve años, vivía en el pueblo de Banfield, y mi familia era la única del barrio que lucía una radio, caracterizada por una antena exterior realmente inmensa, cuyo cable remataba en un receptor del tamaño de una cajita de cigarros, pero en el que sobresalían brillantemente la piedra de galena y mi tío, encargado de ponerse los auriculares para sintonizar con gran trabajo la emisora bonaerense que retransmitía la pelea», contaría años después sobre aquel 14 de septiembre de 1923.
A la hora del box, su casa se llenó de vecinos de todos lados ávidos por saber qué ocurría en los Estados Unidos.
Su tío llegó muy temprano para encender aquella radio que era dueña del momento. Única en el barrio. Todo se vivió como un jadeo incesante que contagiaba adrenalina entre los que habían atravesado aquella llanura bonaerense para esperar que la narración espete la victoria.
Las lámparas calientes del receptor abrasaban en cada gancho, uppercat y guapeza.
Fueron dos minutos y medio de un combate ardiente en el Polo Grounds de Nueva York que llegaba hasta Banfield en tiempo casi irreal. El niño Julio desesperado salía al jardín, volvía a entrar a la casa.
Firpo se levantaba una y otra vez y el aire pasaba de espeso a fresco en cuestión de segundos. El argentino dejó a Dempsey contra las cuerdas y lo sacó del ring. Y la algarabía, que llegó como en ecos desde la radio, fueron sombreros al aire y puños de felicidad. De éxtasis. Julio era también un boxeador, un retador de su sombra, que ganaba la corona.
Contó luego aquel niño que «después la radio se perfeccionó rápidamente, aparecieron los altavoces, las lámparas, y esas palabras que eran la magia de mi infancia».
Julio corría por esa llanura casi tan ágil como ese tren humeante que iba a Constitución. Era el mismo viento que atravesaba paredes, muros y prejuicios. Pero su tío desató un final inesperado.
En el segundo asalto todo se desplomó. Dempsey, quien derribó nueve veces a Firpo, le ganó finalmente por nocaut en la segunda vuelta.
Aquella proeza fue inmensa por la pelea. Por la radio que contó la aventura deportiva. Y porque aquel pequeño lloró mucho. Una tristeza lo hizo retroceder en su rayuela hasta el infierno más hondo de sus sentimientos.
Una herida abierta en el corazón de aquel llano y campero Banfield. Y bajo emoción, aún con el tiempo ya pasado, el propio Julio sentenció que aquella «fue nuestra noche triste; yo, con mis nueve años, lloré abrazado a mi tío y a varios vecinos ultrajados en su fibra patria».
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(1) Este cuento obtuvo recientemente el Primer Premio en el Concurso internacional «Tras las huellas de Cortázar” Organizado por el Centro Cultural Mariano Moreno (agosto 2024).