Una nueva movilización masiva toma el sayo de la agenda política semanal y se lo pone, de frente a un presidente que augura vetar la Ley de Presupuesto Universitario aprobada en septiembre: en las inmediaciones del Congreso Nacional, trabajadores docentes y no docentes, estudiantes, graduados y otros tantos asistentes proclaman un rotundo “no al desfinanciamiento universitario”. Desde la asunción de Javier Milei, hace ya casi diez meses, el sistema público universitario está en alerta por un inédito congelamiento presupuestario.
Columna de opinión a cargo del doctor Flavio Bonanno, referente del Grupo Pueyrredón
La situación es histórica: docentes e investigadores universitarios, en Argentina, cobran salarios muy por debajo de la media de sus colegas en otras partes del mundo; si es que cobran, en el mejor de los casos. La deuda presupuestaria con educación y ciencia lleva décadas, y suele subordinarse a la urgencia -quizás entendible- de otras demandas. Pero esta vez, el asunto expresa una inquietante particularidad: otrora, aquellos gobiernos que decidían no invertir en educación, cultura y ciencia al menos conservaban la vergüenza. Esta vez, el presidente, su vocero y sus cortesanos en redes sociales linchan al profesor universitario y al científico con la acusación de “ñoqui”, en el menos violento de los casos.
También es cierto que se expresa un argumento, en principio coherente, desde el Gobierno nacional: la sociedad ha elegido un modelo de déficit cero y, en su aval al presidente, parece descreer de la necesidad de invertir -y no “gastar”- en ciencia y en educación. Lo cierto es que actualizar el presupuesto universitario implicaría un incremento de la inversión del equivalente al 0,3% del Producto Bruto Interno, lo que sumado a la necesaria actualización de jubilaciones (también vetada) no implicaría siquiera un 1%. Para el Gobierno, sostener estos conflictos tiene un valor simbólico mayor que lograr el 0,1% del PBI que se estima como saldo de superávit fiscal en 2025: el objetivo es deslegitimar y reprimir la disidencia o, en palabras de Milei, “cerrarle el culo” a sus detractores.
Milei
El presidente parece un tipo predecible y no sorprende su conducta irresponsable. La forma en que dibuja un aumento del 60% sobre gastos de funcionamiento (que implican sólo el 15% del presupuesto total), los insultos y memes que retuitea para humillar a sus adversarios, las expresiones delirantes que repite hasta el cansancio, todos parecen signos de una era que por sus propias características personales representa: demagógica, oscurantista, violenta. Preocupa a quien escribe estas palabras esa parte de la sociedad que se enarbola detrás de sus expresiones. Aunque no resulta inverosímil que, en una época catártica, con excedente de información y falta de voluntad por el conocimiento, se cuestione nuestro modelo de universidad pública no arancelada, admirado en todo el mundo. Si libremente pueden sugerir en alguna red social que “la tierra es plana” o que “el mercado se regula solo”, bien podrían decir que la universidad es un gasto innecesario, que mejor salida para nuestros hijos son las apuestas deportivas, la prostitución digital o la especulación con criptomoneda.
Sin embargo, en la universidad se aprende a utilizar la razón crítica y a evitar el riesgo del pensamiento mágico, del fetiche de la opinión y de la especulación a la que se pretende acostumbrarnos. Y en el ejercicio de la razón, debe comprenderse desde adentro del propio sistema universitario que hay quienes -y no son pocos- no sienten la universidad como algo propio porque, pese a su gratuidad y acceso universal, no les ha cambiado la vida. Y lo que no se identifica como propio, razonablemente puede no defenderse.
En consecuencia, el contexto favorece una voz disidente, silenciosa, crítica aunque propositiva y muy necesaria, de todos aquellos que hacemos la universidad pública -nos hemos recibido en ella, trabajamos en ella, invertimos en ella- y sabemos hace rato que las cosas por mejorar son bastantes. Que muchos chicos o chicas no llegan, porque la educación los pierde en estadíos previos; que si no hay un mango en el bolsillo se prioriza sólo trabajar; que si los egresados o egresadas no devuelven algo a la sociedad que financia su formación, entonces el producto universitario es invisible y, por lo tanto, pudiera verse como un gasto innecesario. Discutir la universidad habilita incorporar argumentos razonables para mejorarla, gestionarla de forma tal que resulte incuestionable.
Universidad
Quisiera no derrochar líneas en justificar lo que ya he justificado, o en cuestionar el tradicional destrato de la política sobre la educación y la ciencia -considerando que en algún gobierno un ministro manda a los científicos a lavar platos, y en algún otro se envían satélites de industria nacional al espacio-. Preferiría utilizar este espacio para decirle al lector que nuestra universidad es la vía más eficiente y corroborada de ascenso social: para él o ella, sus hijos y los hijos de sus hijos; se los dice un universitario “primera generación” en su familia. También que muchos de los profesionales a los que acuden se formaron en nuestras universidades, y que de no ser públicas no lo hubiesen logrado. Pero sobre todo, aprovechar este espacio para invitar a la reflexión de los colegas: no es tan importante lo que la universidad nos ha dado a cada uno de nosotros, como lo que nos permite dar a los demás. Si no se recupera esa conciencia del rol de las universidades en nuestra sociedad, difícilmente puedan sentirse como propias por todos.
Es tan importante movilizar en defensa de la educación superior, como volver a las aulas a partir de mañana y redoblar los esfuerzos por mejorar la calidad y la transferencia de nuestras propuestas académicas, de nuestras investigaciones científicas y de nuestros aportes reales al entorno, a la comunidad. Y es importante socializar la universidad para que cada argentino y argentina, vayan o no a la universidad, la sientan como propia, la defiendan como propia ante los delirios de algún grupo de burócratas empecinados en romper las estructuras básicas de nuestro contrato social como argentinos. El contexto exige una nueva universidad, más al servicio del otro que antes, y ya no admite discrecionalidades ni usos políticos de ciertos sectores que hace tiempo las administran -en algunos casos muy mal-, y que regalan argumentos a aquellos que pretenden generalizar y atacar el trabajo de sus docentes, no docentes y estudiantes.
Renovar la comunión entre sector privado, industria y educación pública es la única estrategia posible para reforzar el lazo social que protege a nuestras universidades del embate de un conjunto de tarotistas, timberos y twitteros con poder, que pretenden utilizar nuestras instituciones como chivos expiatorios en el contexto de una crisis social y económica que sólo parece agravarse. De nada sirven los clichés y las frases hechas: habrá que exigir presupuesto, gestionarlo correctamente y garantizar que cada estudiante, que cada docente y que cada uno de sus trabajadores constituyan una verdadera inversión que se traduzca en aportes reales a la sociedad que financia nuestras universidades. Animarse a discutir el arancelamiento a extranjeros que no se queden a trabajar y a devolver su inversión aquí. Animarse a direccionar al sistema científico hacia las necesidades estratégicas de la nación. Animarse a garantizar el acceso y a exigir una contraparte a quienes, como yo, estudiamos gracias al aporte de todos.
Parafraseando a Augusto Comte, padre de las ciencias modernas, “toda educación humana debe preparar a todos a vivir para el otro, para poder vivir en el otro”. No hay sociedad posible, no hay universidad funcional si no es con un otro. Y esta debiera ser, en la opinión de quien suscribe, la bandera más importante de la movilización universitaria. Piense lo que piense y diga lo que diga el transitorio Milei: que cita a Alberdi y a Sarmiento, ¿sabrá que leían a Comte y lo que pensaban sobre la educación?