
Más allá de las materias, la escuela debe convertirse en semillero de ciudadanos capaces de transformar su entorno. La formación en liderazgo y habilidades blandas no es un lujo: es la respuesta a los desafíos sociales, emocionales y laborales del siglo XXI.
Por Alejandro Contreras, director de Argennova, representante de la Fundación John Maxwell en Argentina
En un mundo marcado por la incertidumbre y el exceso de información, educar ya no puede reducirse a la simple transmisión de contenidos. No solo estamos atravesando un cambio de era, sino un verdadero cambio de época: uno que interpela no solo qué enseñamos, sino para qué. Las escuelas —tensionadas por desafíos cada vez más complejos como la convivencia, la salud mental o la desmotivación— necesitan reformular su propósito más profundo.
Porque cuando el conocimiento está disponible en exceso, lo que falta no es información, sino estructuras mentales blandas que permitan integrarla, contextualizarla y convertirla en criterio. Educar, entonces, es preparar a las personas no solo para navegar la complejidad, sino para transformarla.
La escuela del siglo XXI debe ser mucho más que un espacio para aprender contenidos académicos. En un contexto donde los títulos ya no garantizan empleabilidad ni inclusión social, las competencias socioemocionales y el desarrollo del liderazgo emergen como pilares de una educación con sentido. Aprender a tomar decisiones, trabajar en equipo, gestionar emociones y comunicarse con claridad es hoy tan crucial como comprender cómo funciona el cuerpo humano o interpretar fenómenos del mundo que habitamos. Formar ciudadanos capaces de actuar con criterio, empatía y responsabilidad en entornos complejos se vuelve una misión central del sistema educativo.
El problema no es menor. Según el informe Matrícula y Segregación Escolar en América Latina (Argentinos por la Educación), apenas el 22 % de los adolescentes argentinos de 15 años finalizan la secundaria en tiempo y forma (sin repetir ni abandonar), alcanzando los niveles esperados en Matemática y Lectura. Al mismo tiempo, la matrícula en inicial y primaria cayó en la última década, como efecto combinado de la baja natalidad y la creciente fragmentación escolar. En este escenario, pensar en una educación que forme líderes no es una utopía: es una urgencia.
Los datos muestran que el potencial existe. El Estudio Regional Comparativo y Explicativo (ERCE 2019) de la UNESCO revela que el 75% de los estudiantes latinoamericanos de sexto grado se perciben capaces de autorregular sus emociones, el 50% demuestra conductas empáticas y el 80% expresa apertura a la diversidad.
La materia prima está claramente presente desde edades tempranas, lo que falta es un modelo pedagógico que lo reconozca y lo cultive.
El mundo laboral también lo reclama. De acuerdo con el Future of Jobs Report 2025 del Foro Económico Mundial, el 84 % de los empleadores en América Latina y el Caribe priorizará competencias como liderazgo, resiliencia e influencia social para enfrentar los desafíos tecnológicos y climáticos. Las llamadas soft skills – habilidades de gestión personal, colaboración, visión y adaptabilidad al cambio- ya no son un complemento: son el núcleo de una formación integral. Los jóvenes que adquieren estas competencias reportan no solo mejores niveles de integración académica y social, sino también una mayor confianza en sí mismos.
Argentina no es ajena a esta tendencia. El programa Yo Lidero, impulsado por Fundación Argennova junto a la John Maxwell Leadership Foundation, promueve el liderazgo desde la infancia con una metodología que pone a los estudiantes en el centro. En pequeños grupos y con docentes en rol de facilitadores, los chicos practican la toma de decisiones, la reflexión y el trabajo colaborativo en un entorno seguro. “Aprenden a liderar liderando”
Esta propuesta se alinea con los hallazgos del informe conjunto de UNESCO y la OEI “Liderar para la democracia (2025), que destaca la importancia del liderazgo distribuido entre docentes y estudiantes como motor para fortalecer la participación y la cultura democrática en las escuelas de la región.
Además, el Banco Interamericano de Desarrollo propone una hoja de ruta concreta en su documento Desarrollo de habilidades en América Latina y el Caribe (2021): fortalecer capacidades desde la infancia hasta la adultez, con foco en calidad docente, equidad, tecnología y uso de evidencia. “Una visión estratégica que posiciona la formación de liderazgo no como moda educativa, sino como política pública sostenible.”
Los resultados ya empiezan a notarse. Las instituciones que integran programas de liderazgo registran mejoras reales en la convivencia, menor incidencia de bullying, mayor retención escolar y un desarrollo emocional más saludable. En un sistema que debe conciliar inclusión con calidad, integrar el liderazgo aparece como una respuesta sólida y sostenible que impacta en ambas dimensiones a la vez.
Porque educar para liderar no es solo una elección pedagógica: es una apuesta política, ética y social. Si queremos sociedades más empáticas, justas e innovadoras, debemos empezar desde el aula. Y cuanto antes lo hagamos, mejor.