
Por Federico Gastón Guerra *
Le pedí un mate a mi compañero y me lo cebó frío. No estaba helado. Pero sí hacía rato había dejado de estar a punto. La llovizna de fin de invierno mojaba apenas y molestaba mucho. Nosotros estábamos refugiados en un galpón color óxido en la casa de mi abuela. Éramos como 18 pensando en qué construir como carroza para la fiesta de la primavera de Turdera, un clásico que lleva más de 40 años en mi ciudad.
La idea se hizo lamparita en esa suerte de pensada colectiva. No sé si fue original. Pero eso construimos. Tenía 17 años y todas las ganas de competir, divertirme y disfrutar de la flor de la vida. De ese momento en que somos una prolongación de la risa, la complicidad con la picardía y la amistad como bandera que flamea alto en el cielo de nuestras prioridades.
Tiempos en los que la barra lleva los colores de sus equipos en las cartucheras, camisetas, carpetas, forro de libros y en cada objeto que tengan sobre su pequeño e inmenso universo. Y yo firme con mi Celeste como Norte en la brújula de mis afectos especiales.
Ese Temperley furioso que por esos días estaba recomponiéndose luego de esos años de desteñirse al sol de los canallas que nos empujaron al abismo.
Y ahí trabajamos varias tardes en las que las horas se medían con pavas de mate. Clavamos, pintamos, pegamos papel, cartones y serruchamos. Todo a velocidad de adolescente que quiere prolongar la amistad en cada minuto del día.
Terminamos y quedó bastante bien. Hicimos, para que estirar el misterio, una letra K de color rosa. Es decir, una carroza. Y nos gustó. Pareció divertido. Pusimos em peño y entusiasmo desbordante en la tarea. Todo era amanecer fresco después de una buena noche de salida. Pero… llovió ese domingo y esa llovizna que nos siguió como escenografía única trocó en agua de manantial. El desfile se suspendió.
Pero ya no había margen para el otro sábado en mi vida. Jugaban Los Andes – Temperley en el Gallardón, por primera vez después de la quiebra y el yeso aún estaba cicatrizando esa caída del Celeste. Había que estar. Punto. Era el Nacional B y aún destilaba por mi memoria ese 3 a 0 que nos regalaron los Milrayitas en nuestra cancha en 1991, horas antes de esa faja de cierre.
Me acuerdo de que me acredité como periodista, colaboraba en una radio barrial en columnas deportivas, apiladas como decía el genial Borocotó en las épocas de El Gráfico que se escribía con tinta dorada como metáfora de la calidad de sus redactores.
Me senté en la platea del equipo de Lomas de Zamora en el mismo momento que mis amigos paseaban por la plaza de Turdera esa carroza hecha de letra K y color rosa. Y cuando los vecinos sonreían por esa picardía. Un tal Marcelo Blanco sentenció que esa vuelta al clásico sería con derrota. Ganaron 1 a 0. Un detalle. Sé que vendimos cara esa suerte de pequeña tragedia griega que se insertó en mi adolescencia.
Esperé el 550 en la esquina de Santa Fe y la cancha de ellos. Me veo aún hoy con una sonrisa porque estábamos vivos y con los colores del firmamento paseando por los estadios y por mi alma. Es más, ese día hubo viento fresco y cielo casi nublado. Coincidencias.
Años después, un martes a la noche el recuerdo se hizo vivo mientras abrazaba a mi viejo y se me caían las lágrimas al son del Tem Per Ley, así silabeado a lo hincha. Ganamos el clásico 2 a 1 sufriendo pero gozando. Justo en la semana que nació mi hija Emma Celeste (hace casi 13 años) a la que asocié a las horas de ver la luz de esta vida.
No se puede ser tan feliz en una sola noche. Si hasta la voz del Pato Stellini felicitó a mi beba por su llegada al mundo y por ser ya una Celeste.
La vida y sus laberintos de vueltas me hizo escuchar una musiquita en el fondo de esa emoción que me llenó la garganta con un ¡Ganamos! Esos acordes de una melodía que cae perfecto con esa modificación que me enteré tiempo después le hicieron a esa carroza, a la que le agregaron antorchas y convirtieron en… Carroza de Fuego.
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(*) Este relato pertenece al libro de Federico Gastón Guerra, Mañana es Tarde. Editorial El Señalador. Octubre 2020.