Diego en Fiorito, en mi memoria y en cada gol

La reciente inauguración de la Biblioteca Popular Diego Maradona en su barrio de la infancia y un nuevo aniversario de su partida abren paso a una mirada que mezcla memoria, barrio y crónica que hacen presente al 10.

Por Federico Gastón Guerra

El 30 de octubre de 2025, Fiorito tenía un brillo distinto. Llegué temprano a la inauguración de la Biblioteca Popular Diego Armando Maradona -leí un texto de mi autoría en la apertura- y, mientras caminaba por sus calles, sentí que estaba en un territorio donde los recuerdos no envejecen. Donde la memoria es algo vivo, que respira fuerte. Y en un nuevo aniversario, 5 años ya, de su partida, se une aquella infancia con esta ausencia que nos duele.

Había vecinos apoyados en los marcos de las puertas, chicos corriendo detrás de una pelota que parecía saber sola el camino, y los preparativos para la ceremonia. En el aire estaba ese murmullo suave que aparece cuando la gente sabe que está por pasar algo importante, algo que no es un acto más ni una foto para el archivo: eso que queda.

Cuando ingresé a la biblioteca, con los estantes recién puestos y los libros con aroma a papel nuevo, me sorprendió una sensación difícil de explicar: ahí, en el Centro Municipal Cultural de Fiorito, se había creado un refugio. Un hogar para la palabra en el barrio de Diego.

Mientras hablaba en la inauguración, mientras veía esas miradas de pibes que todavía no tienen claro quién fue Maradona pero lo sienten igual, pensé que esta biblioteca no es solo un homenaje: es un puente. Un puente entre la vida de Diego y la nuestra. Entre lo que soñó aquel pibe de Fiorito y lo que pueden soñar los pibes de hoy. Un puente donde la lectura, la cultura popular y el barrio se abrazan.

Quizás por eso esa tarde me volvió, como una ráfaga, la imagen más nítida que guardo de él: la silla de cuerina lustrada de la cocina de casa, arrastrándose rápido mientras Diego, en la tele del living, empezaba a dibujar su obra eterna contra Inglaterra. El grito de mi tío Juan Carlos, profundo, espontáneo, que abrió de par en par el techo de ese recuerdo y lo dejó grabado para siempre en mis siete años.

Y yo ahí, mirando desde un costado de la mesa, sin entender del todo la magnitud de lo que estaba viendo, pero sabiendo —con esa certeza simple de los chicos— que algo enorme estaba ocurriendo. Esa foto vuelve siempre. Cada vez que pienso en Diego, vuelve.

Ese instante: la tele, la radio con Víctor Hugo rugiendo desde la cocina, la silla moviéndose sola, la adrenalina en la piel. Ese es mi Maradona. Ese es el que se me aparece cuando intento escribirlo.

Hoy, otro aniversario de su partida, me encuentra parado en ese mismo punto: entre la nostalgia y la crónica. Entre lo que siento y lo que intento contar. Porque Diego, más que recordarse, se narra. Y más que narrarse, se vuelve a vivir.

Mientras caminaba por la biblioteca de Fiorito este último 30 de octubre, me di cuenta de que el barrio hablaba en silencio. En cada ventana abierta, en cada pibe con su camiseta, en cada “Dieguito” que se nombraba como si fuera un hijo estaba la prueba de que él sigue acá. No en las estatuas ni en los murales, sino en la vida cotidiana, con nosotros.

Una vecina se me acercó y me dijo: “A Maradona lo seguimos encontrando. No hay que buscarlo”. Y tenía razón. Porque Diego está en los clubes de barrio, en las canchas con líneas imperfectas, en los chicos que sueñan gambetas que todavía no existen.

Yo nunca tuve nada cercano a él. Ninguna foto, ningún encuentro, ningún saludo. Y, sin embargo, como millones, lo sentí propio. Él nunca supo que de chico me levantaba temprano para ver, vía satélite y por Canal 9, los partidos del Nápoli. Tampoco supo que jamás me sumé al ruido que lo rodeaba, que siempre preferí quedarme con su fútbol, con lo que hacía él cuando la pelota lo seguía como a nadie.

Nunca supo que un gol suyo marcó parte de mi infancia, que una biblioteca con su nombre me emocionaría décadas después, que en cada aniversario de su partida se me enciende una mezcla profunda de agradecimiento y tristeza infinita.

Hoy, mientras vuelvo a escribirlo, me imagino al 10 sentado en alguna platea del cielo, con Dios a su lado, discutiendo de táctica o de potrero. Y pienso que, seguramente, ambos estén sonriendo. Porque acá abajo, en cada rincón donde se lo nombra, Diego sigue haciendo lo que hizo siempre: habitar la alegría de la gente.

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