
Un trozo de piedra era el eje del juego. El patio de atrás de la casa de mi abuela Nélida se convertía en un gran tablero donde la tarde se deslizaba en un gesto simple: correr ese pedacito de cascote persiguiendo la sombra que caminaba sin detenerse. Había un truco en aquello. Yo no veía ese andar aparente de ese gris que avanzaba y oscurecía, de a poco, cada verano.
Por: Federico Gastón Guerra
Pienso en ese pequeño juego cada vez que diciembre nos encuentra en plena tarea ya adulta. Es que aquellos calores se pasaban bien en la casa de la abuela. Parecían más frescos. Tal vez lo eran. Allí se tomaba leche fría con chocolate, galletitas surtidas, gaseosa o jugo. Las meriendas eran la extensión de la diversión de cuando éramos chicos y la vida pasaba como si nunca fuera a pasar.
Jugaba en el fondo a los detectives, al periodista, al locutor de radio, al policía… O llevaba autitos y playmobils. También la pelota rodaba, como la luna por Callao, en ese pasillo ancho entre la casa y el paredón vecino. Ahí, más que jugador, era relator de radio: agitado, corría detrás de ese esférico gastado por el roce contra el revoque grueso del paredón o la piedra del camino de ese costado. A veces llevaba una paleta de madera y ese gigante de medianera se volvía frontón, donde también relataba mis torneos de la Copa Davis de tenis.
De niño, la abuela decía que dejara una piedra en el suelo, justo en el límite entre el dorado del sol y esa sombra que empezaba a avanzar sobre el pasto, al lado del tendedero de la ropa. Me decía que entrara y que, al salir, iba a ver cómo la sombra caminaba. No le creía. No entendía aquello de la rotación del sol y pensaba que, en verdad, se movía con vida propia.
Me encantaba salir y quedar absorto al comprobar que había avanzado. Que la piedra ya estaba sin brillo y el dorado teñía más allá… Mientras uno crece al paso de esa sombra en el patio…
Alguna tarde de aquellas tantas, seguro fue la última vez que hice ese juego. Siento —sí— la nostalgia de pensarlo. Porque pienso en la cantidad de pequeñas cosas que hicimos un día por última vez. Esas que eran para siempre hasta que un día… Esas que jamás dejaríamos de hacer pero un día… Personas, abrazos, besos, te quiero, llantos, risas, comidas, programas de radio o de tele, gestos que alguna vez tuvimos para alguien y no expresamos. Esas ganas de hacer y ese impulso, tan humano, de no hacerlo.
Aquella tarde —recuerdo— vi a la abuela despedirse desde el cerrojo del portón. Caminar por el pasillo, cancha de fútbol, y perderse lentamente, como ese sol que dejó detrás de sí su sombra en el patio. Para siempre.




























