
Un hombre escribe en una plaza lo que nadie recuerda haber dicho. Cuando una frase no estaba en el cuaderno, el mundo titubea.
Por: Federico Gastón Guerra
Gerardo era muy callado. Escribía mucho, eso sí. Un cuaderno Gloria era su punto de apoyo. Llevaba siempre uno colmado de letras muy chiquitas. Poco se sabía de él. Vivía, casi, todo el día en la plaza.
Se sentaba al alba y pensaba y escribía. Según Gerardo, él era quien escribía lo que todos iban a decir cada día. De noche todos descansaban; él no se metía en los sueños ni en los pensamientos, afirmó.
Creyeron que necesitaba ayuda. Cuando lo buscaron, nadie decía nada. Hasta que en sus hojas marcó: ¿Qué te pasa? Y ahí, al escuchar esa pregunta, él respondió: “Somos actores y debo guionar el mundo”.
Eso no estaba escrito. Se paralizó y corrió. Y se perdió… Desde entonces, en el barrio empezaron a notar pequeñas rarezas. Frases repetidas en bocas distintas. Discusiones que parecían ensayadas. Silencios demasiado exactos.
Algunos juraban haber visto, en la plaza vacía, un cuaderno abierto movido por el viento, como si una mano invisible siguiera escribiendo. Nadie lo tocó.
A veces, alguien cree reconocer una línea propia dicha en voz alta, una palabra que no pensaba usar y sin embargo dijo. Entonces miran el banco de la plaza, como si Gerardo todavía estuviera ahí, cumpliendo su tarea. Guionando. Sin aplausos. Sin descanso.




























