
La designación de Diego Santilli como nuevo ministro del Interior en el gabinete de Javier Milei no es solo un cambio de nombres: es una jugada política que resignifica el vínculo entre el oficialismo libertario y los actores del sistema. En un contexto de reformas urgentes, Congreso fragmentado y gobernadores en alerta, Santilli aparece como el operador que puede traducir el lenguaje de la rosca sin romper el relato de ruptura.
Por: Sebastián «Tecla» Farias
Con origen en el peronismo, pasado en la gestión porteña, experiencia legislativa y vínculos aceitados con intendentes afines y rosqueros y gobernadores, Santilli representa una figura de transición entre el maximalismo libertario y el pragmatismo amarillo. Su desembarco revela una tensión interna en el Gobierno: ¿puede Milei sostener su imagen de outsider mientras incorpora operadores clásicos?
Pero Santilli llega con una mochila que no se puede ignorar. Su paso por la gestión porteña estuvo marcado por denuncias de espionaje ilegal, vínculos con operadores judiciales y una lógica de seguridad que priorizó el marketing por sobre la transformación estructural. Su perfil negociador, celebrado por algunos sectores, también lo ubica como parte de una generación política que aprendió a moverse en los márgenes del poder sin necesariamente rendir cuentas por sus decisiones. En ese sentido, su desembarco no representa una renovación, sino una continuidad de las prácticas que el oficialismo decía venir a desterrar.
Desde lo político, Santilli encarna el pragmatismo PRO en su versión más desideologizada: capaz de negociar con todos, pero sin una visión clara de país. Su rol como articulador con gobernadores y legisladores puede ser eficaz en términos de rosca, pero plantea dudas sobre la profundidad de las reformas que se buscan. ¿Es Santilli el garante de consensos o el administrador de concesiones? ¿Viene a construir puentes o a repartir peajes? En un contexto de crisis institucional y polarización, su figura puede terminar siendo funcional al statu quo más que a la transformación que se promete.
“En la Argentina, la ‘rosca política’ tiene mala fama: es sinónimo de negociaciones en las sombras y al borde de la legalidad, de un toma y daca que está en las antípodas de las convicciones y el interés general. De un lado, la ‘política con minúsculas’, el barro de las transacciones informales y secretas; del otro, la ‘política con mayúsculas’, la que se enuncia en el lenguaje de los grandes principios de cara a la opinión pública”, declara la periodista Mariana Gené en su trabajo «La Rosca Política».
A su vez, como advierte el politólogo Andrés Malamud, “la política argentina es presidencialista en la forma, pero territorial en el fondo”. Y Santilli conoce ese fondo: sabe que sin acuerdos federales, no hay reformas posibles. El Ministerio del Interior, históricamente clave para la relación con las provincias, vuelve a ser ocupado por alguien que entiende el lenguaje de los intendentes, los bloques parlamentarios y los equilibrios federales. El periodista Martín Rodríguez lo sintetiza con precisión: “La rosca no es un vicio, es una necesidad democrática”. En ese sentido, Santilli no llega a romper, sino a articular. Su estilo de café, llamada y promesa puede ser justo lo que el Gobierno necesita para sostener su impulso reformista sin estrellarse contra la pared institucional.
La llegada de Santilli confirma una tendencia dentro del oficialismo: la incorporación de figuras con peso territorial que, más que asumir funciones concretas, cumplen roles de operadores o testimoniales. El antecedente inmediato, sin territorialidad, es Manuel Adorni, vocero presidencial devenido candidato en CABA, y ahora nuevo Jefe de Gabinete de Ministros, en reemplazo de Guillermo Francos. En ese marco, Santilli no escapa a la lógica del PRO: operador eficaz, sí, pero también parte de una maquinaria que privilegia la rosca sobre la transparencia. Su desembarco abre la puerta a nuevas hipótesis: ¿Guillermo Montenegro en algún rol nacional? ¿Diego Valenzuela como puente con el conurbano? La pregunta no es quién entra, sino para qué. ¿Son figuras que vienen a articular o a blindar? ¿A negociar o a sostener? El gabinete sigue siendo un un tablero de ajedrez antes que un espacio de gestión.
Carlos Pagni, en su habitual disección quirúrgica de la política argentina, advierte que “el Gobierno está obligado a construir poder sin estructura, y eso lo lleva a tercerizar la política en figuras que no le responden orgánicamente”. Santilli encaja en esa lógica: un operador con volumen propio, pero sin pertenencia plena. Su nombramiento no resuelve la debilidad estructural del oficialismo, apenas la disimula.

































