El café se estaba enfriando porque ya tenía un rato de servido. Pero Rafa Álvarez venía tan ensimismado en la historia que parecía un relator de fútbol en el preciso momento que un jugador se acerca al área y está a punto de definir.
Álvarez tenía unos 50 años y lo que contaba parecía que le había ocurrido ayer a la tarde pero fue hace como tres décadas. Nunca había contado tanto detalle de ese momento y esa tarde se descerrajó en palabras porque Palito Cuello de la otra mesa del Bar del Club del Barrio le recordó al Bambino Picole aquella jugada que casi define el campeonato de barrios, cuando esos torneos eran el Mundial de los alrededores.
Parece que Cuello se acordó de la acción porque en la televisión que estaba muda sobre el mostrador del bufete se dio una jugada parecida que casi termina en gol. Y aquello quedó tan en la memoria de todos por ahí que se hizo imborrable y pasó de generación en generación. Pero los secretos de cómo fue le quedaron guardados a Álvarez para siempre.
La tarde pesada de enero se había nublado pero no se percibía lluvia. El sopor de toda la semana amagaba en continuar unos días y hacía que el ventilador blanco ya lleno del polvo de los años tire un aire tibio casi plomizo. Tal vez por eso dejó que el café se le enfriara o tal vez fue por la vehemencia con que se paró en el silencio de la tarde el Rafa y gritó: -Un momentito, Cuello. La jugada no fue gol porque Fornari le probó al arco directo.
Fornari era un lateral derecho que tenía la virtud de subir siempre al ataque. Pero lo hacía poco y no eran muchos los que decían que no tenía futuro de jugador y que jugó esa tarde porque Pereyra, el natural de ese puesto se había caído en plena zanja con la bicicleta cuando iba de raje a mirar el fixture para confirmar el horario de la final de barrios donde el honor de la cuadra y más allá se medía con los del otro lado de la vía que llegaron afilados tras una serie de goleadas. Ellos más modestos fueron avanzando conforme los goles de Álvarez, pocos pero necesarios, y las atajadas de Mayesti en los penales.
Lo cierto es que esos partidos llenaban la cancha del club El Progreso que cobraba entrada y ponía bolsas de arpillera para tapar la visual de los colados. Igual una final del Torneo era la gloria porque la jugaban siempre muchachos de menos de 18 o por ahí, y levantar la copa era oro en polvo. Se ponía fuerte y se jugaba como se podía en una cancha sin pasto y con todas las imperfecciones que puede tener un potrero, digamos, mejorado. Pero con áreas, referis de una liga amateur vestidos de negro y gente en los costados. Fiesta.
En la primera pelota que llegó al área los del otro lado de la vía metieron bombazo de afuera del área que se metió en el ángulo y nadie podía creer que en un minuto la cosa empezara a encaminarse tan fácil. El encuentro fue tan aburrido después que no hubo ni cantos de los simpatizantes porque unos ya veían que estaba todo dado y los otros lo daban por perdido. Eso sí, las hostilidades a los costados empezaban a rasparse y parecían fósforos contra la lija de la caja, en cualquier momento la chispa que iba a caer en una montaña de diarios y ramas secas.
Hasta que en la última Fornari, nadie sabía ni quién era porque hizo banco todo el torneo y llegó medio de rebote de los campitos de enfrente casi por curiosidad y lo anotaron, corrió por derecha y amagó una vez, otra y otra más. Cuando se dio cuenta ya atravesaba la mitad de cancha con esa pelota de cuero que parecía de rugby y el campo de juego que era una especie de alfombra pelada con piedras por debajo. Avanzó y avanzó, y ahí Álvarez se fue acercando al área con sus líneas de cal ya gastadas pero con la habilidad de un 9 que entendía el oficio lo fue esperando al 4 para no adelantarse, se jugaba de 11 y con offside.
– Yo me metí entre los centrales porque todos estaban boquiabiertos con la jugada y amague de Fornari. Y ahí un metro antes de llegar a la altura del área grande, Fornari manda la pelota ancha al segundo palo y yo no lo podía creer. Era a mí el centro no un pelotazo pasado. Le grité, loco.
Eso dijo Álvarez en el bufete con el café ya hecho jugo negro e intomable sobre la mesa. El partido aquel se terminó junto con las ilusiones de ellos y una batahola tal que nunca más se hicieron esos torneos.
– Pero sabés que me dio bronca. Que le grité a Fornari y me dijo muy tranquilo: No te vi venir. ¡No te vi venir!, me dijo. Quiso hacer el gol de su vida.
Lo curioso es que después de ese partido los del club de la Avenida, equipo de Primera, echaron el ojo en el lateral derecho porque esa jugada fue muy buena. Y lo tentaron a que pruebe con ellos. Y fue. Hizo un carrerón de padre y dios nuestro. Fue avanzando en las inferiores y llegó a primera. Un prodigio el pibe que llegó a la final de aquel torneo casi como un fantasma en camiseta y dejó una huella con aquella subida.
Álvarez, en cambio, que soñó siempre con jugar profesionalmente a la pelota se la fue arreglando en clubes de liga de la zona y en el taller del viejo donde hacían mecánica ligera sobre la ruta. Ahí se pasaba los días y algunas tardes que no entrenaba en El Soñado, un club amateur que disputaba partidos en los zonales.
Ahí se fue haciendo goleador y rápido se corrió el rumor que le pegaba bien de zurda, que era encarador y hacía goles de cabeza. Será que su equipo llegó a la final y subió de categoría que con 21 años cumplido lo buscaron de Avenida para darle una oportunidad.
Y la vida, así es en los cuentos como en la vida, los volvió a juntar a Fornari y Álvarez, otra vez. Nunca más supo nada uno de otro salvo algo Álvarez de Fornari por los diarios pero no mucho más. El lateral se fue a vivir un poco mejor más alejado de su barrio y quedó flotando algo de aquello siempre en el 9 cañonero…
Así que se saludaron hasta ahí en el primer entrenamiento que tuvieron y no pasó de eso. Jugaron algunos partidos en la Primera pero poco porque Álvarez fue suplente varios encuentro en Avenida, club importante que proyectaba con avanzar, con muchos socios, pagaba relativamente bien y tenía su gente que alentaba fuerte.
Última fecha y la posibilidad del campeonato. Buen torneo de Álvarez que en sus pocos encuentros fue marcando goles y había alguno que otro que lo candidateaba para más. Fornari jugaba siempre porque cumplías pero no subía casi nunca y si lo hacía llegaba hasta pasado mitad de cancha y emprendía el retroceso a su confort de la defensa. Las tribunas ese día ardían y Álvarez hizo banco hasta los 40 del segundo tiempo. Con el empate se quedaban afuera y el triunfo les daba la gloria.
Entró Álvarez más que nada para sumar una última carta en ofensiva. Había nervios y expectativa porque se jugaba de local contra Aconcagua que era clásico y hacía todo lo posible por arruinarles la vuelta y festejarlo de visitante como un torneo. Los canticos de la hinchada fluctuaban de hirientes a aliento sostenido. Vamos la gloriosa, pongan y pongan… Y tanto más entre gritos. El partido era horrible y la ganancia con el empate era de Aconcagua que les aguaba la fiesta, más allá que el festejo quedaba en manos de Unión.
47 minutos del complemento y en un avance del visitante, Fornari traba y sigue con la pelota, siempre desde la derecha avanza y crece en el campo de juego, la gente se vuelve loca. Pasa mitad de cancha y no lo frenan o no pueden o está endemoniado o lo que sea pero sigue, sigue… Álvarez ya en posición justa en el punto de penal y ¡¡¡ Goooooll!!! Festejo de locos y vuelta olímpica caótica y bien de hazaña en la última jugada.
Y es ahí donde Álvarez se levanta de la mesa y se va dejando ese adefesio de café helado que quedó como un cuenco de petróleo. Ni amaga a pagar y comienza a pasar por las mesas de plástico pateando alguna colilla de cigarro. Justo en el momento que se propone en atravesar la tarde de bochorno pega un grito entre enojado y rencoroso. Se da vuelta y dice: -No te vi venir! me dijo el guacho de Fornari, justo después de clavarla en el ángulo.
Cuento escrito por: Federico Gastón Guerra