Cuento de Federico Gastón Guerra que forma parte del libro editado por la AFA “Los hinchas y la selección – Relatos Mundialistas”.
Aquella tribuna me parecía inmensa. Tan grande que para mis 8 años era como estar parado sobre el cielo. Escalones imperfectos. Banderas largas con batallas de trincheras visitantes que recuerdo miraba como aquel que debe levantar mucho la cabeza y arquearse tanto hasta fijar sus ojos en la nube que pasa pincelando el techo celeste de todos.
Ahí creo encontré la pasión que desde adentro transmitían esos 11 nuestros que hacían fuerza para que no ganen ellos. La felicidad era, además, ese vaso de Coca Cola aguada de entretiempo y sentarse en ese cemento saboreando, tal vez, un choripán de cancha. Pasaron tantos años de aquellas tardes en las que sólo pensaba en jugar con mis playmobiles y comprar la Sólo Fútbol del lunes donde seguro algún recuadro para Temperley iba a haber. ¡Y en colores!
Todo aquello me forjó como hincha, cronista y amante del fútbol. Del ascenso profundo, el averno de las últimas posiciones o la gloria de avanzar en la tabla y en los campeonatos. Victorias imposibles. Derrotas que te duelen en el medio del pecho y que necesitas por un tiempo enyesar el alma quebrada de futbolero herido.
Y los Mundiales que se fueron sumando de a uno como esa mezcla de paréntesis y adrenalina única que nos invade cada cuatro años. Es tal vez mi más nítido recuerdo, como si lo viera ahora en esos proyectores de juguete Golstar que eran fiesta en las noches de invierno con sus historias enrolladas como historietas ampliadas en la pared, aquel gol (¿solo gol?) de Diego (¿hace falta el Armando Maradona?) a los ingleses en 1986 en ese México de fiesta. Si hasta fuimos con papá y mamá caminando desde Turdera a la plaza de Lomas de Zamora en procesión apasionada de Campeones del Mundo.
Cierro los ojos y entonces me veo en la silla de cuerina lustrada de la cocina, esa que se fue corriendo a la velocidad en la que Diego dejaba en el camino a una pila de ingleses en la televisión del living de la casa. Hasta que una explosión llenó de Gol para siempre ese recuerdo de mis pocos años. Aquello fue el cielo que llegó a mis manos. Una nube que se me hizo bufanda en aquel invierno y un Diego que nos abrazó a todos para siempre.
Igual mi Celeste tuvo años difíciles más adelante cuando en los años ’90 estuvo dos años, tres meses y once días de persianas bajas por una quiebra infame que nos dejó sin club, sin nosotros, sin identidad… hasta el 24 de julio de 1993 cuando Temperley volvió a vivir por el trabajo de los socios, hinchas, apasionados y pasionales. Antes, el Mundial de 1990 fue un sufrimiento que de tan milagroso terminó siendo injusto para nosotros en una final que no borra todo el trazo anterior de jugadas y gritos ahogados de sufrimiento hasta casi no querer ver más y hundirse debajo de alguna bandera.
Aquel Mundial de 1990 lo viví mucho en una JVC, con un enchufe pesado y grande más una antena larga que casi tocaba el techo, que me llenaba de goles y jugadas cercanas al peligro en el área.
Tal vez porque en el medio fuimos un puñado de alegrías, como un sube y baja emocional, es que de tanta pelota rodando en las canchas de local, visitante y mundialistas estoy seguro que este Mundial de 2022 quedará en mí como en el de millones de argentinos como un desahogo necesario. En el rostro de tanta alegría y felicidad está el de aquellos que por primera vez vieron la Copa del Mundo en manos argentinas. Lionel Messi saltó de los cuentos y nos regaló, junto con todos los muchachos, como en el título de Ray Bradbuy: «Todo el verano en un día». Toda la alegría así, junta, gigante, de antología.
Esa inmensidad que te da volver a salir caminando desde tu casa, como en 1986, hasta la plaza de Lomas de Zamora atravesando festejos y recuerdos. En cada cuadra te ves yendo al Alfredo Beranger llevando una bandera, con un vaso de Coca, con esas camisetas de piqué y esa energía que te da la mano de papá en el aliento de: “Hoy ganamos seguro” de cada sábado de fútbol de ascenso.
La camiseta Argentina y la de Temperley, un inmenso cielo por sobre todas las cabezas del mundo, de los fantasmas y de los miedos, en esa caravana de diciembre de 2022 con los relatores gritando en la radio para que escuche Diego que andaba envuelto en ese festejo que fue mío, que es de todos… para siempre. Como mi amor al Gasolero. Esa tarde aquel niño que miraba arqueado esa bandera celeste que se perdía en el firmamento de Turdera fue de mi mano saltando y festejando en medio de la calle.
Hermoso cuento ,con muchas » pinceladas» de la realidad Gracias Lic Guerra
Muy amable ☺️